Tenía 11 años cuando aprendí a tomar las riendas de mi peso… a las malas. Llevaba años escuchando a la gente a mi al rededor decirme que estaba gordita. No era monumentalmente gorda pero si era una niña repuestica, como decimos los colombianos. Era evidente que mi relación con la comida iba mucho más allá que una mera necesidad de supervivencia o nutrición. La comida era un escape, un tapo en medio de tantas cosas que no entendía y no quería sentir. Así es que, cuando comía, nada importaba y todo estaba bien. Por lo mismo llenarme de comida era delicioso.
He sido tan buena para comer que, cuando era una bebé, una vecina le pedía a mi madre que le permitiera subir a su hija a la hora de la comida para que se contagiara de mis ganas de comer. Nos sentaban sobre la lavadora y ¡cuchara va y cuchara viene! La vecinita famélica se daba sus buenos bocados a mi lado y yo, sonreía contenta de ser alimentada de sopas verdes y espesas. Como me hubiera gustado que, años después, a la hora de llenarme de comida solo fuera de sopas verdes. ¡Ja! Me encantaba la carne, las papás, los dulces, el chocolate, las tortas. Todas las mañanas iba tímidamente con mi billete de 50 pesos a la tienda del colegio a comprarme una deliciosa pizza hawaiana la cual me saboreaba solita en una esquina porque no era niña de muchos amigos. A la hora del almuerzo, convencía a las otras niñas de la mesa para que me dieran su carne a cambio de mi postre y, como un león, me daba un banquete de vaca que me duraba pocas horas antes de que mi abuela Lucy apareciera en escena. Todas las tardes llegaba a su casa después del colegio y siempre me ofrecía comidita. Su corazón de abuela sabía que la comida y el amor eran aliados. Mi abuela me abría el closet de las chucherías, dícese de toda la comida empaquetada y frita como papas, chokis, frunas, chitos, galletas, y me daba un cheque en blanco para que yo escogiera lo que quisiera. Mi abuela solo quería dejarme saber que me amaba y quería que fuera feliz. Yo, solo quería sentirme amada y ser feliz, así es que se juntaban el hambre con la ganas de comer cada vez que mi abuela con su mirada amorosa abría ese bendito closet.
Y así fue como mi gula reinó mis primeros años de vida hasta que llegué a la pre - adolescencia y con ella llegaron las nutricionistas con sus dietas y las dietas con sus prohibiciones. ¡Ufff! Todavía recuerdo esos muffins secos y desabridos que no le llegaban ni a los tobillos al pan más simple y viejo. Para entonces aprendí a medir las porciones, escoger los alimentos que metía a mi boca y a mirar con malos ojos a las delicias gastronómicas que tenían demasiadas calorías o carbohidratos. Lo interesante de esta época en realidad no es cómo aprendí a moderar mis hábitos alimenticios a favor de mi salud, sino cómo empecé a asociar el ser flaca con ser aceptada y amada. Todo el mundo a mi al rededor me veía y me felicitaba, me reconocían los kilos perdidos y como por arte de magia, me hacía visible ante sus ojos benevolentes, aceptantes y felices. No creo que haya hecho esta ecuación emocional muy conscientemente pero poco a poco dentro de mí se forjó una asociación simple: flaca sí me gustas, gorda no. Lo que empezó siendo un ajuste sano terminó por convertirse en un arma de autoagresión que lentamente, tomó posesión de mi relación con mi cuerpo durante décadas.
Además de la dieta empecé por incrementar mis horas de ejercicio. En aquella época llegaba por cable un canal de deportes gringo, ESPN, en donde presentaban programas para hacer rutinas de ejercicio en casa. Yo los miraba y los imitaba. Veía los cuerpos tonificados y magros de los presentadores y me sentía inspirada. Con ello empecé a moderar aún más las porciones que comía. Fui perdiendo peso y recibiendo más elogios, más sonrisas, más reconocimiento. ¡La atención positiva me encantaba! Así es que seguí haciéndolo y perfeccionando mis técnicas para bajar de peso. Empecé por incrementar las horas de ejercicio hasta que terminé por hacer ejercicio compulsivamente. Cada vez comía menos y adelgazaba más. Ahora tenía 14 años y era flaca. Me había tomado algunos años lograrlo pero por fin estaba en el peso que quería, ¿o no? Cuando me veía al espejo siempre veía un poquito de grasa aquí o allá que podría ser aniquilada con más ejercicio y menos comida. Estar gordita era cosa del pasado como también lo era disfrutar de la comida. Comer se había convertido en un mal necesario, en un combustible que no podía evitar para seguir funcionando y a la vez en una amenaza constante para mi recién adquirido estatus de Flaca. Por ratos sentía que me desmayaba. Escuchaba las voces de las personas lejos como una especie de eco que zumbaba en mis oídos mientras hacía un enorme esfuerzo por no desfallecer. Creía que era normal. Claramente no sabía lo que hacía. Me había ganado a pulso una anorexia nerviosa que no aflojaba y que se había convertido en mi nueva forma de ser.
Creo firmemente que tengo unos ángeles de la guarda demasiado poderosos que me salvaron de mi propio desamor porque, ante el evidente malestar físico que empezaba a asomarse a diario y la ausencia de placer a la hora de comer, se me ocurrió “darme permiso” de comerme todo lo que quisiera una vez por semana. Los viernes en la tarde abría la despensa y acababa con todo lo que existía… hasta la leche en polvo me la comía. Entre alivio, placer y culpa llegaba la noche y sentía que iba a reventar. Después de varios viernes de atascamiento decidí incorporar una nueva técnica de “autorregulación” para que no se me saliera de las manos el permiso que me estaba dando y así pudiera conservar mi status “flaquístico”. Empecé a vomitar. ¡Gran idea! Ahora tenía lo mejor de dos mundos; podía comer, disfrutar y no engordar. ¡Bienvenida bulimia, ahora haces parte de mi vida! Cuánta soledad, ignorancia y desamor me habitaban. No podría culpar a nadie de esto y a la vez sé que muchos me ayudaron, sin querer, a reforzar la locura y la autoagresión que llevaba dentro.
Era asqueroso y aliviante vomitar. Podía controlar lo que pasaba y eso me daba alivio, pero pasar por el proceso de inducir al vomito se sentía como un puñal que me clavaba a mí misma en la soledad de ese baño. Temblaba, sudaba y sentía dolor. Con todo, me parecía acertado porque mi única meta era ser flaca. Solo de tripas para dentro lo creía porque no era capaz de contarle a nadie lo que hacía, sabía que no lo aprobarían y no ganaría el mérito de mantener mi peso a punta de esfuerzos y renuncias. Aleccionar a la gordita que llevaba dentro, amarrarle las manos y cerrarle la boca parecía un triunfo de la voluntad y la cordura. ¡Pobre gordita! Ella sí que sabía disfrutar de la comida y de la vida. Solo necesitaba que le enseñara a quererse y cuidarse. Yo opté por regañarla, encerrarla, amarrarla y destinarla al exilio con tanto odio y determinación que no tuvo más remedio que obedecer. Por suerte, con el correr de los días se aburrió y no se dejó más de mi tiranía anoréxica.
A los 16 años, después de comer una deliciosa comida árabe que compartí con amigos, llegué a casa resuelta a deshacerme de todo lo que había comido. Una vez más usé mis dedos como puñales para obligar a mi cuerpo a devolver lo que le había dado, exigiéndole un desapego forzado y violento de ese alimento que necesitaba y disfrutaba. Mi cuerpo, por fin, decidió sacar su dedo y hacerme pistola. Después de vomitar me sentí tan enferma, tan miserable, tan estúpida … toqué fondo ¡por fin! Mi camino de desaprobación y desamor comenzó hacia los 10 años y a los 16 había alcanzado un momento cumbre. Me miré al espejo entre lágrimas y me dije: ¡si me quieren, que me quieran gorda, flaca o como esté! ¡Es la última vez que me hago esto a mí misma para que alguien me quiera!
Volví a comer y nunca más quise volver a vomitar. Sin embargo, las secuelas de una relación agresiva y poco respetuosa con mi cuerpo necesitaron de mucha terapia psicológica y corporal para sanar. Subí y bajé de peso muchas veces en un movimiento pendular que sólo representaba mi intento por encontrar la estabilidad y el amor propio que no conocía.
A mis 31 años encontré a la musicoterapia humanista y con ella la core energética y la psicoterapia corporal. Mis profesores me acompañaron amorosamente a reconocer mi estructura corporal, y sus bloqueos energéticos como reflejo de mi estructura de carácter y mi respuesta a las vivencias que habrían marcado mi vida. Personalidad y espíritu se encuentran en un elemento concreto que es el cuerpo y desde él podría acceder a algo más profundo y sutil. Entre respiraciones, charlas, movimientos corporales y música pude “romper” esa coraza corporal que no me permitía fluir y conectarme con mi esencia. Me tomó dos años de intenso trabajo psico-corporal poder cambiar la relación que tenía con mi cuerpo. Valió la pena cada minuto y cada peso invertido en esta cruzada.
Mi cuerpo cambió para siempre… sin dietas, sin restricciones macabras, sin vómitos inducidos, sin rabia, sin acusaciones. Escuchar a mi cuerpo, conocerlo, comprender sus bloqueos y corazas me ha ayudado a relacionarme con él de manera más amorosa y tranquila. Saber reconocer sus límites, sus necesidades y sus ganas, que no son otros que mis límites, mis necesidades y mis ganas en lo concreto y tangible de ese vehículo de mi existencia que es mi cuerpo; sin él simplemente dejaría de existir.
Hoy sigo encontrando nuevas maneras de amarme a través de las pistas que me da mi cuerpo. Lo reconozco como mi aliado y por lo mismo escucharlo me resulta más sencillo, pero me tomó tiempo y la voluntad de querer hacerlo. Quienes hemos vivido y sufrido los desajustes corporales y existenciales que traen los desordenes alimenticios, podemos reconocer que este no es un asunto exclusivamente relacionado con la alimentación; abarca y contiene en sus raíces una importante distorsión en la manera como vemos el mundo y nos vemos a nosotros mismos. El alimento es vida y el cuerpo es quien sostiene esa vida. No saber relacionarnos con el alimento y aceptarlo como una bendición, habla de cómo estamos relacionándonos con la vida. Devolverlo, es una manera de rechazar a la vida misma. Un pequeño suicidio a gotas.
Si este rollo no te suena y los desordenes alimenticios no tienen nada que ver contigo, este artículo también es para ti. No hables del peso de alguien que sabes que batalla con la comida o con su cuerpo. No te metas, no opines, no juzgues a menos de que seas invitado a hacerlo. No sabes qué pueda estar viviendo una persona en su interior en relación a su cuerpo y cuánto dolor pueda estar sintiendo por ello. Si quieres elogiar a alguien que ha perdido peso porque reconoces su intención de hacerlo y su consecuente victoria, dile algo bello en relación a su ser o su presencia, no a su peso. Si bien no es tu culpa lo que otros estén sufriendo, no sabes si estás ayudando a su locura con tus opiniones.
Si este rollo sí te suena y con frecuencia escuchas una voz dentro diciéndote que solo serás amada o amado cuando estés flaca o flaco, no la escuches. La voz de tu conciencia jamás te diría algo así. Esa es la voz de tu juez, de tu tirana/o o quizás, de esa niña/o o adolescente interior, que se compró una versión distorsionada del amor: “flaca/o sí te quiero, gorda/o no”. No le des poder a esa voz. La única razón válida para cambiar tus hábitos alimenticios y corporales, es el amor y el cuidado por ti. Si te agredes comiendo demasiado entonces es tiempo de mirarlo; si te agredes no comiendo nada, también. Busca ayuda, no esperes a que sea demasiado tarde.
Si estás viviendo síntomas de algún desorden alimenticio como la bulimia, la anorexia o los episodios de atascamiento, es hora de mirar más profundo dentro de ti para saber qué necesidades o dolores se ocultan bajo estos síntomas. Todos necesitamos ayuda cuando la tarea nos está quedando grande. Ten el coraje de admitir cuando es tiempo de abrir las puertas de tu ser para dejarte guiar de quienes saben acompañar a otros en su encuentro con la salud; será el acto de amor más grande que puedas cometer a tu favor.
Foto: Artem Labunsky
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Bhumi, camino y madre, oportunidad y disciplina, entrega y liberación.
Es el resultado de años de una búsqueda interior por diversos caminos, la suma de aciertos y fracasos, encuentros y desencuentros. Todos me han permitido descubrir maneras creativas de vivir la vida y afrontar los retos de la cotidianidad.
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Este camino, complejo, hermoso, retador, brillante, mágico nos pertenece a todos. Es nuestro derecho encontrarlo y ejercer la libertad y responsabilidad de hacer con él y de él lo que elijamos.
Les doy la bienvenida a todos los buscadores que quieran ser acompañados sin necesidad de religión o credo. Compartiendo mis caminos quiero inspirarlos para que encuentren los suyos.
La vida interior puede y debe tener un cable a tierra.
@bhumiluz