Quiero dejar un mensaje claro: el amor es muy diferente a como nos lo han contado. No es una historia de cuentos de hadas ni una novela perfecta. El amor es una tarea diaria, un esfuerzo constante de dos personas que eligen estar juntas cada día. Para mí, ese es el verdadero amor. Es por eso que me siento motivada a compartir mi historia.
Creo que entre más conozcamos las historias reales de las personas, más tranquilos nos sentiremos con nuestras propias relaciones. Todos enfrentamos problemas y retos; cada relación tiene sus altibajos. Cuando entendemos que no estamos solos en nuestras dificultades, es más fácil aceptarlas y manejar nuestras propias situaciones sin buscar historias ideales que no existen. Esto es algo que me pasó a mí, y pronto lo entenderán mejor.
Estoy casada con mi esposo Santiago desde hace 14 años, pero llevamos juntos toda la vida. Tengo 37 años, y desde que tenía 12 años supe que él sería el hombre de mi vida. Cuando lo vi por primera vez, sentí que él iba a ser mi compañero de vida, el padre de mis hijos. Nos conocimos porque nuestros padres trabajaban en el mismo medio y vivíamos cerca. A los 12 años empecé a decir que me casaría con él y cuando cumplí los 15 años nos hicimos novios después de una decisión impulsiva, donde lo llamé usando el teléfono de mis padres. En ese momento, nunca había tenido novio y no sabía muy bien cómo funcionaban las cosas, pero estaba decidida. A pesar de la diferencia de edad, él tenía 17 o 18 años y yo solo 12, me atreví a dar el primer paso.
Al principio, Santiago no estaba muy seguro de salir conmigo debido a nuestra diferencia de edad, pero yo estaba convencida de que debía estar con él. A los 15 años, nos hicimos novios y mantuvimos la relación hasta que, cuando cumplí 23 años, me propuso matrimonio. Durante todo ese tiempo, él fue mi único novio y mi único amor.
Fue una relación desafiante, pero también enriquecedora. Crecimos juntos, desde la preadolescencia y adolescencia hasta la universidad y el inicio de nuestras carreras profesionales. A lo largo de todos esos cambios significativos en nuestras vidas, conseguimos mantenernos unidos. A pesar de las turbulencias naturales de esos años de cambios, nuestra relación perduró.
Sentí que mi relación con Santiago fue muy especial, ya que me enseñó mucho, tanto de lo bueno como de lo malo. Nos casamos cuando yo tenía 24 años, y en ese momento pensaba que sabía todo sobre el amor. Para mí, eso era el amor: así era como debía ser, y así lo había planeado desde que era joven.
Cuando me casé, no tenía mucha experiencia en el mundo real. Al poco tiempo comencé a trabajar en televisión, empecé a dejarme llevar por nuevas experiencias y descubrí un mundo diferente al que conocía. Siempre me ha gustado el mundo del espectáculo; tenía una inclinación artística, disfrutaba de la televisión, el modelaje y la presentación. Santiago, en cambio, era mucho más reservado y pragmático. Era un hombre serio y metódico, muy diferente a mí.
Yo siempre había sido algo así como la oveja negra dentro de la relación, mientras que él seguía las reglas a la perfección. Me encontraba en una encrucijada entre mi naturaleza impulsiva y su manera de ser más estructurada. Por ejemplo, yo quería hacer cosas como caminar por la montaña o practicar yoga, pero Santiago no entendía mi necesidad de explorar nuevas experiencias. Esto me llevó a sentir un vacío, ya que deseaba tener un compañero de vida que compartiera mi pasión por la aventura y el crecimiento personal.
Empecé a notar que, a medida que pasaba el tiempo, me sentía cada vez más insatisfecha. Aunque Santiago me brindaba seguridad y estabilidad, sentía que estábamos en direcciones opuestas. La distancia emocional entre nosotros se hacía cada vez más evidente, y la relación se volvía cada vez más difícil de mantener. Empecé a ver otras parejas y relaciones que parecían más fluidas y compatibles, lo que me hizo cuestionar si el problema era Santiago o si había algo más en juego.
A los 25 años, decidí que necesitaba explorar otras facetas de mi vida. Me di cuenta de que estaba culpando a Santiago por nuestras diferencias y por mi insatisfacción. Pensé que quizás el amor que sentía por él se había desvanecido y que mi necesidad de explorar nuevas experiencias era incompatible con nuestra relación.
Sabía que no era feliz en ese momento, pero me costaba tomar la decisión de separarme. Sentía que, al divorciarme, estaría decepcionando a todos los que me veían como la persona perfecta: la estudiante ejemplar, la niña que siempre hacía las cosas bien y además, sabía que Santiago era un hombre que me aportaba mucho y que lo amaba. Sin embargo, sentía que necesitaba vivir otras experiencias para entenderme mejor a mí misma.
Quería experimentar la independencia, pagar mis propias cuentas, tomar decisiones por mi cuenta y conocerme a mí misma fuera de la burbuja en la que había vivido. Mi crianza había sido muy protegida, y sentía que necesitaba salir de esa burbuja para descubrir quién era realmente. Sentía que siempre había vivido tratando de cumplir con las expectativas de los demás, y necesitaba encontrar mi propia identidad.
Durante un año, me sumergí en una búsqueda desesperada de respuestas. Visité a brujas, consulté a quienes leen los ángeles, usé cristales, y me vi con psicólogos, psiquiatras, amigos, médicos, chamanes, mejor dicho, de todo. Mi inconformidad con mi vida y mi relación me llevó a un estado de desesperación tal que incluso llegué a pensar que podría estar siendo víctima de brujería. Mi malestar era tan profundo que lo experimenté como una depresión devastadora, aunque en ese momento no tenía el término claro. Hace diez años, la salud mental no se hablaba tanto como hoy, y yo estaba inmersa en una depresión que no comprendía del todo. Todo lo que solía disfrutar, como ir al gimnasio o salir con amigos, ya no me atraía. Me sentía atrapada en una espiral negativa. A medida que trataba de evadir mis problemas a través de la salida constante, mi relación con Santiago se deterioraba cada vez más. La distancia entre nosotros crecía y, al mismo tiempo, me distanciaba de mi familia, quienes también notaban mi malestar.
Un día, hablando con una amiga, le conté que había buscado ayuda en todos lados sin éxito. Ella me recomendó a un terapeuta llamado Nicolás Merizalde. Fui a su consulta con la esperanza de encontrar una solución, pero cuando llegué a la casa donde trabajaba, que era una clínica de adicciones, me encontré con un cartel en la pared que decía: “Para estar aquí, debes querer dejar el alcohol y las drogas”. Pensé que había llegado al lugar equivocado y me preparé para irme. Sin embargo, Nicolás me detuvo y me animó a quedarme y hablar.
Resultó que la adicción que me afectaba no era una adicción a sustancias, sino una adicción mucho más silenciosa: la codependencia. Esta adicción se basa en la necesidad de satisfacer a los demás y en la dependencia emocional de una persona, sin la cual no se puede vivir. Yo estaba experimentando esto con Santiago y con mi familia.
A pesar de mi desesperación, no pude evitar la reacción enérgica de mi familia cuando les conté que me internaría en la clínica. La idea de ingresar a un lugar que también acogía a personas con adicciones severas causó un gran alboroto. Pero estaba tan desesperada por encontrar una solución a mi dolor que decidí seguir adelante con internarme. internamiento.
Me decían: "Pero tú no estás mal". Yo les respondía que sí, que estaba mal por dentro. Aunque me veían bien por fuera, no había un solo día en el que no me cuestionara qué estaba haciendo con mi vida y quién era yo. En esos dos meses, comencé a explorar mi infancia y me di cuenta de que había vivido conforme a un molde que no me correspondía. Desde los 12 años, había estado inmersa en un esquema que no reflejaba quién era realmente. Mi objetivo era descubrir mi verdadero yo.
Finalmente, comprendí que soy una persona que fluye con la vida, que me gusta explorar y proponer cosas nuevas. No soy de extremos rígidos, sino que estoy en proceso de transformación, pasando de lo que me dijeron que debía ser a lo que realmente soy. Este descubrimiento fue muy valioso para mí, aunque me llegara a los 26 años, lo cual puede parecer tarde para algunos y temprano para otros. Pero era mi momento de enfrentarme a mi verdadera esencia, alejada de las expectativas impuestas.
Salir de la clínica y enfrentar esta nueva etapa fue muy difícil. Sabía que necesitaba experimentar todo esto para encontrarme a mí misma, aunque eso significara enfrentar el dolor de estar sola y de vivir de manera independiente por primera vez. No sabía cómo pagar cuentas ni manejar mi vida diaria. Había vivido toda mi vida bajo el cuidado de otros y debía enfrentarme a la soledad y a la responsabilidad por mí misma. Sentía que debía alejarme de lo que me habían enseñado para encontrar un equilibrio auténtico.
Entendí que el amor no se trata solo de estar juntos, sino de estar bien con uno mismo y de cómo podemos hacer feliz al otro. La relación con Santiago terminó porque ninguno de los dos estaba satisfecho con lo que vivíamos. Él luchaba con mi naturaleza impredecible, mientras que yo lidiaba con su rigidez. Esto creó una tormenta en nuestra relación, agravada por egos y expectativas no cumplidas. Los dos años que pasé divorciada de Santiago, fueron muy duros tanto para mí como para él. Nuestra relación no estaba llena de conflictos ni maltratos, pero sí de una tensión subyacente. La decisión de divorciarnos fue un golpe para todos, especialmente para mi familia, que no entendía mi elección. Mi padre no me habló durante tres meses. Fue una etapa de soledad, pero también de crecimiento personal. Encontré que el amor verdadero implica estar alineados en nuestras necesidades y deseos, no en los cuentos de hadas que a veces nos contamos.
Viví experiencias espectaculares porque me dediqué a mí misma y a explorar todos los extremos posibles. Esto me trajo tanto cosas muy buenas como dolorosas. Por ejemplo, me di cuenta de lo que significa realmente vivir el presente, de que mañana es incierto. En el proceso, experimenté dificultades económicas y pasé por momentos en los que lloraba y me preguntaba qué había hecho, ya que la vida que tenía antes parecía perfecta en comparación con mi situación actual.
Durante esos dos años de divorcio, conocí a muchas personas y entendí que mi problema no era Santiago, sino yo misma en ese momento. Me di cuenta de que realmente quería una vida con él y que no me veía construyendo una vida con nadie más. No pude encontrar intimidad con otra persona; para mí, la intimidad significa disfrutar de un silencio cómodo, simplemente estando juntos sin preocupaciones adicionales. No pude encontrar eso con nadie más, y esta realización me hizo reflexionar profundamente.
Con Santiago no tuvimos ningún tipo de comunicación durante esos 2 años. Él, al enterarse de mi decisión de divorciarme, lo tomó en serio y cortó todo contacto. No nos hablamos en absoluto durante ese tiempo, y yo no tenía idea de cómo estaba él ni de su vida. Esta decisión de cortar el contacto completamente fue crucial para mi proceso de cierre y crecimiento personal.
Durante el proceso de divorcio, teníamos un perro llamado Huracán, que era como nuestro primer hijo. No pude quedarme con él porque estaba en una etapa de muchos viajes, y él estaba acostumbrado a estar en casa con nosotros, así que Santiago se quedó con el perro. Intenté proponer una especie de custodia compartida del perro, pero no estuvo de acuerdo.
Después, tuvimos la triste noticia de la muerte de la abuela de Santiago. Fue la única ocasión en la que lo llamé durante ese tiempo, y entendí que realmente no quería saber nada de mí. Mi llamada fue recibida con frialdad; él simplemente me agradeció y luego me dijo que no quería hablar más, dejándome con la impresión de que no quería que me interfiriera en su vida.
Durante esa etapa del divorcio, su vida parecía estar en orden. Él estaba haciendo ejercicio, feliz con su perro en su apartamento, y no tenía a nadie que le cuestionara o le causara problemas. Desde su perspectiva, el divorcio parecía haber sido una liberación.
Después de esos dos años, un día me encontré nuevamente en una conversación con mi papá. Él me preguntó qué quería hacer con mi vida ahora que ya había pasado un tiempo considerable desde el divorcio. Le confesé que no me veía construyendo un futuro con nadie más que no fuera Santiago y que, incluso, los únicos hijos que imaginaba eran los que tendría con él. Mi papá, en su papel de Cupido, decidió hablar con Santiago para explorar la posibilidad de una reconciliación. A pesar de que había sido muy estricto y distante durante el divorcio, él se tomó el tiempo para sentarse con Santiago y discutir la situación. Mi papá, que había sido una figura importante en nuestras vidas desde que yo tenía 12 años, trató de mediar y entender la situación, con la esperanza de encontrar una solución para ambos.
Mi papá, preocupado por la situación, le pidió a Santiago que se reuniera conmigo. Le dijo que sentía que yo ya había vuelto y que había algo que necesitábamos resolver. Santiago, sin embargo, estaba tranquilo con su vida, disfrutando de su rutina y evitando cualquier complicación que pudiera surgir de mi situación. Mi papá insistió en que se reuniera conmigo, y finalmente lo logró. Al principio, Santiago se mostró reacio, pero accedió a encontrarse conmigo en un café. El encuentro fue emocionante y nervioso para mí; mi familia estaba expectante, y yo estaba decidida a afrontar lo que viniera.
Cuando vi a Santiago entrar al café, me sentí como una adolescente enamorada. Me sorprendió lo bien que se veía, más atractivo que nunca. Su apariencia y su actitud hicieron que mis sentimientos de la adolescencia resurgieron. Aunque me sentía vulnerable, también estaba decidida a enfrentar la situación.
Santiago, con una actitud más reservada, mencionó que estaba allí por el favor de mi papá, no porque quisiera reencontrarse conmigo. Yo no sabía cómo hacer para preguntarle si existía la posibilidad de volver, entonces le pregunté si había guardado o perdido la "llave" del libro del divorcio, su respuesta fue que estaba bien guardada. Esta respuesta me dio esperanza y me hizo sentir que quizás había una posibilidad de reconectar.
Empezamos a salir nuevamente, y esta vez, la relación era como un "dating" formal. Aunque al principio Santiago era reacio a mí intensidad, pronto se dio cuenta de que mi enfoque directo y mi deseo de vernos frecuentemente eran parte de mi esencia. Esto, en lugar de ser un obstáculo, se convirtió en un punto de conexión entre nosotros.
A medida que avanzaba nuestra nueva relación, ambos evolucionamos. Santiago estaba más relajado y feliz, mientras que yo seguía siendo yo misma, pero con una nueva perspectiva. La relación se volvió más placentera porque ambos estábamos dispuestos a hacer feliz al otro y a adaptarnos a los deseos y necesidades de cada uno.
Sentía que estábamos logrando algo increíble; Santiago se veía mucho más relajado y estable en su vida. Aunque seguía siendo él mismo, empezábamos a sentir que nuestras vidas se complementaban de nuevo. El enamoramiento que experimentamos fue grandioso, como si reviviéramos ese pedacito lindo de nuestra relación que pensábamos que había pasado para siempre. Aprendimos que todo dependía de querer y de crear momentos que nos hicieran sentir esa emoción de estar juntos.
Después de nuestro reencuentro, volvimos a vivir juntos en cuestión de semanas y, en dos meses, estaba embarazada de nuestra primera hija. Recuerdo que, cuando Santiago me preguntó sobre tener hijos, yo estaba lista para empezar inmediatamente. Fue como si Dios nos hubiera dado una señal clara de que esta era la relación adecuada y que estábamos destinados a ser padres.
La llegada de nuestra primera hija, Matilde, fue como la cereza del pastel, trayendo una alegría inmensa a nuestro hogar. Ella es una niña empática, amorosa y generosa, y siento que su llegada fue un premio de Dios, un reconocimiento de la hermosa relación que habíamos reconstruido. Luego vinieron los mellizos, y hoy llevamos ya nueve años desde que volvimos a estar juntos después del divorcio, disfrutando de una vida llena de amor y felicidad.
Estos 9 años han sido como un abrir y cerrar de ojos para mí. Ha sido increíble ver cómo la persona que elegí a los 12 años sigue siendo la adecuada, y esto se debe a que hemos sabido adaptarnos a los cambios y evolucionar juntos. A lo largo de los años, hemos enfrentado desafíos como la maternidad, la paternidad, la crianza y otros retos, pero hemos aprendido que cuando estamos en sintonía con Dios y decidimos estar juntos, todo fluye de manera natural.
En cuanto a resolver conflictos en pareja, creo que cada relación es única. En nuestro caso, soy muy sensible y me gusta abordar los problemas de inmediato para evitar que se acumulen. Prefiero hablar sobre lo que me molesta en el momento adecuado y de manera constructiva. Siempre pienso en cómo voy a comunicarme: ¿voy a solucionar el problema o a crear más conflictos? La clave es expresar lo que siento de manera que pueda contribuir a la solución, no a la confrontación.
Además, tratamos de mantener nuestra conexión realizando viajes juntos, al menos dos o tres veces al año. Creo que es crucial seguir priorizándonos como pareja, ya que nuestros hijos, aunque maravillosos, son una adición a nuestra relación, no su base. Santiago y yo somos la base de esta relación y, por lo tanto, debemos seguir alimentando nuestra conexión.
Es importante reconocer que, aunque llevamos tantos años juntos, el enamoramiento no es solo para los primeros meses. Creo que se puede y se debe seguir trabajando en mantener esa esencia especial, a medida que la relación madura. El amor es un proceso continuo de crecimiento y renovación, y hacer esfuerzos conscientes para mantener esa chispa es fundamental para disfrutar de una relación duradera y satisfactoria.
Creo firmemente que uno de los factores de éxito en nuestra relación es el esfuerzo constante por mantener y recrear esos momentos de enamoramiento. Tenemos un viaje muy especial que hacemos a principios de año, en enero o febrero, en el que nos sentamos a hacer nuestro mapa de sueños anual. Es un momento muy significativo porque nos permite hablar sobre nuestras metas y deseos para el año, tanto a nivel personal como en pareja. Discutimos qué proyectos queremos emprender, qué viajes haremos y cuándo tendremos tiempo solo para nosotros. Este proceso de planificación y reflexión constante nos ayuda a estar alineados y adaptarnos a los cambios. No se trata de mantener una pasión desenfrenada, sino de encontrar una forma más madura y tranquila de enamorarnos. El amor se transforma con el tiempo, y aunque ya no sentimos el mismo tipo de emoción intensa de los primeros meses, seguimos enamorados de una manera más serena y profunda.
Muchas veces el error está en pensar que el enamoramiento es solo para el principio y que después la relación se convierte en rutina. Creo que el amor puede evolucionar, pero es nuestra responsabilidad mantenerlo vivo y vibrante. Si bien el ritmo del corazón puede variar, es importante hacer ajustes y mantener la chispa en la relación.
Este enfoque en la autenticidad y la conexión con uno mismo y con el otro es crucial. La autenticidad nos permite ser fieles a nuestros sentimientos y necesidades, evitando la tentación de complacer a los demás a expensas de nuestra propia felicidad. Creo que esto es un mensaje valioso para todos: ser auténtico y seguir nuestro propio camino, mientras nos mantenemos conectados con la persona que amamos.
Esta historia refleja todos los matices del amor: los momentos dulces, amargos y salados, que han ayudado a crecer a ambos como pareja y como individuos. Este enfoque en la autenticidad y el crecimiento constante es lo que realmente fortalece una relación a largo plazo.
Acá les dejo la banda sonora de mi historia de amor con Santiago…
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