Confieso que mi corazón está tranquilo. Me siento libre y la culpa por sentirme así, libre, ya no está. Llegar a este punto me tomó un tiempo, y me refiero a no sentir culpa por estar tranquila y no querer volver atrás. Creo que es un camino que recorremos las familias de personas que deciden suicidarse. Un camino de ir despacio acogiéndonos a diario y lidiando no sólo con el dolor por lo vivido, por la muerte del ser querido, por el señalamiento de una sociedad que continúa ignorante del tema, sino así mismo, por los ojos internos que se rechazan, tantas veces, porque en medio de tanto dolor también se siente libertad y paz.
Confieso que yo también lo intenté en una ocasión pero que desde esa vivencia nunca más he vuelto a sentir ganas de morir como las sentí en aquella oportunidad. Confieso que quien estuvo ahí fue él y que pocos se enteraron de que esto sucedió.
Sólo sé que después de 5 años de la muerte de quien fuera mi esposo en ese instante, ahora me siento ligera y liviana. Si hay mucha responsabilidad en mis hombros. Tanta que duelen. Vivo en un caos en el que no se bien como actuar con mis hijos porque si bien mi familia nos ha apoyado, internamente, en este familia de 3, no soy totalmente mamá, ni seré papá pero debo encargarme de todo, de tal forma que resultó ser un híbrido que, aún ahora, está en desorden o es el nuevo orden en el que no logro hacer ninguna de las dos funciones bien del todo. Es ciertamente frustrante, pero es lo que hay. Y aún con este post terremoto en casa, en horarios, comidas y demás, hay paz. Así que no. No volvería atrás.
No hay ni pizca de duda en que no volvería a la incertidumbre de si se va a matar, de cuándo lo hará, o de su carga emocional esparcida sobre mi hijo mayor y sobre mi, especialmente, sobre mi. No hay ni pizca de duda en que “él” fue un ser hermoso con miles de cosas sucediendo en su interior y exterior, y que la forma en que eligió morir, lejana a todo lo que la sociedad dice al respecto, pudo ser más amorosa y compasiva. De todas formas, él pudo ser no fue, y resultó bastante doloroso, desgarrador, abrumador y violento.
Sí él hubiera vivido hasta estos días, la situación habría sido diferente porque ahora existe una ley que garantiza el derecho a morir dignamente cuando se trata de enfermedades emocionales… como la que él vivía. El escenario y el dolor que él vivió y la familia sintió pudo ser un espacio contenido y de mucha conciencia y respeto. Sin embargo, fue desgarrador, violento, ahogador y no encuentro más palabras para describir lo que aún siento por recordarlo. Es una experiencia en la que no solo te enfrentas al dolor por la pérdida del ser que amas sino también a vergüenza, duda, miedo y una sociedad para la que sigue siendo más importante el papeleo y la investigación de la muerte que acoger a mis hijos y a mi con compasión.
En pocos días la fuerza que no sabía que tenía, tuvo que salir. En pocos días la vida que había construido se destruyó (afortunadamente). En pocos días todos los miedos y la incertidumbre del futuro llegaron. ¡El velo cayó y de qué forma!
Estaba acompañando a mi mamá tía en un procedimiento en las rodillas cuando recibo la llamada de mi hijo mayor para decirme que su papá estaba borracho y él temía por él y por su hermano. Lo que escribiré me avergüenza aún pero es lo más honesto que puedo hacer. Una cosa es que mi ex se excediera conmigo porque “yo podía aguantarlo”, pero otra muy diferente era que lo hiciera con mis hijos y esta era la segunda vez que lo haría. En medio de todo, agradezco que sucediera porque yo tampoco debía aguantar lo que viví y que se comenzara a pasar con mi hijo mayor, fue lo que me dio la fortaleza de decidir que quería divorciarme. Esa tarde casi de noche, le dije a mi hijo que hiciera maletas aprovechando que mi ex estaba dormido y encerrado en un cuarto y las dejara fuera de la casa mientras yo llegaba. Me demore una eternidad, pero cuando ya estaba llegando le escribí a mi hijo que bajara con su hermano y me esperaran en la puerta de la casa. Cuando llegué estaban allí y se metieron al carro con la instrucción de no abrir la puerta bajo ninguna circunstancia. Yo entre en la casa y acercándome a la puerta del cuarto donde dormía, pensé golpearla para decirle que me llevaba a los niños, pero recordé todo lo que había vivido y lo proyecte a ese momento, así que decidí no golpear y dejarle una nota en el tablero del estudio en la que decía que ya había tomado una decisión (quería el divorcio) y que me llevaba a los niños. Entré en el carro y manejé sabiendo que una etapa había quedado atrás, con mucho miedo de la reacción que él podía tener cuando se levantará e ignorante por completo de lo que sucedería al otro día. Recuerdo que llegué a la casa de mi madre y acomodé a mis hijos en la habitación que estaba vacía. El menor totalmente ignorante de lo que sucedía porque el mayor se había encerrado en mi cuarto en la casa y había colocado el televisor a todo volumen para que no se escuchara lo que hacía su papá borracho. (No puedo creer que mientras escribo esto vuelva a sentir el pánico que sentía en esos instantes. Pero nadie entiende la indefensión que uno siente cuando ha vivido cosas tan fuertes como las que viví con él. Nadie entiende que se requiere mucho valor y que el grado de miedo aumenta en una sociedad en la que cuando finalmente reúnes el coraje para poner la denuncia, en las comisarías de familia te hacen entregar la notificación a la audiencia de forma personal)
Sentí mucho miedo y a la vez valor. No estaba en el mismo lugar, estaba con mi mamá y, había traspasado mi esfera física exclusivamente. Esa noche no pude dormir. Mi ex escribió sobre las 3 am un mensaje similar a los que escribía cuando estaba alcoholizado y con rabia. Así que lo ignoré. Cuando ya había salido el sol me arregle porque estaba terminando una formación y tenía clase a las 9 am. Deje a mis hijos en buenas manos y me fui. No alcance a sentarme y comencé a recibir mensajes de él nuevamente. Estos fueron diferentes. Comenzó despidiéndose y si bien al principio se sentía la ira, luego fue cambiando el tono de los mensajes. Palabras más palabras menos, me decía que se estaba despidiendo y que quería hacerlo sin que termináramos peleados, que ya se iba a tomar su cafecito con cianuro. No se bien que sentí. Solo sé que cuando estoy en una situación de peligro me pongo en modo “resolver” omitiendo lo que siento y mi cabeza comienza a trabajar a la velocidad de la luz. Me pare del pupitre, le dije a una amiga que tenía que irme porque mi ex se estaba suicidando y me fui. Mientras estaba en el taxi, actué solo con la mente, llame a mi mamá para pedirle que me acompañara porque no creía que pudiera asumir eso sola, al psicólogo de mi ex para contarle lo sucedido, llame a mi tío para que fuera a cuidar a los niños y al administrador para que tratara de impedir lo que no estaba en sus manos impedir. Recogí a mi mamá. Inventamos cualquier excusa para justificarle a mis hijos que nos íbamos y manejé por horas, porque era sábado en Bogotá y el tráfico es imposible. Mientras manejaba mi mamá llamaba al administrador y a mi hermano. El administrador le dijo que no encontraban a mi ex y mi hermano, a quien amo y agradezco por todo su apoyo constante, fue a buscarlo también. Se encargaron de llamar a vecinos médicos a ver quién podía ayudar en vista que la ambulancia nunca llegó. Sólo se hizo presente un vecino. No se su nombre, me parece que le escribí para agradecerle. Es un tema señalado y del que nadie quiere hacerse cargo. No quieren ni enterarse. Pero existe y quienes lo vivimos lo sentimos y también sentimos el rechazo y el miedo que genera. De una u otra forma nos aíslan y nos aislamos. Finalmente, lo encontraron en un lote cercano. Cuando llegaron ya estaba muerto. Mi hermano llamó a mi mamá tía, que no me quería contar pero yo leí su lenguaje corporal y supe que ya había muerto. Nada me pasó por la cabeza y no sentía tampoco. Sólo tenía una meta en ese instante. Tal vez eso fue lo que sucedió, que estaba en presente. Mi meta era manejar. Nada más. Y manejando… llegué. Mientras me acercaba al lugar en el que mi ex se encontraba, la vida se hacía más lenta. Era como si no importara la velocidad, no podía llegar más rápido a verlo y despedirme. Verán. Fue muy hijueputa lo que viví, pero lo quería.
Habían acordonado la zona, estaba la policía, mi hermano, los celadores, el administrador y en ese momento, mi mamá y yo. Dejé el carro tirado lo más cerca que pude y corrí a verlo. Estaba tirado en posición fetal sobre la hierba cubierto por una sábana. Cuando llego el CTI, porque por ser un suicidio debe abrirse investigación (en la cual la principal sospechosa de homicidio era yo), me dijeron que le debió doler mucho por la posición en que estaba el cuerpo. Me hubiera gustado que no le doliera. No solo que no le doliera el cuerpo, que no le doliera el alma como le dolía desde que lo conocí. No pude estar mucho tiempo con él. Me regañaron por estar ahí y me sacaron de la escena del crimen. No tuve mucho tiempo para llorar porque luego tuve que ir a la estación de policía a rendir declaración. Sin embargo, recuerdo que una amiga llegó allí, a ese prado en donde se contemplan las montañas y el cielo tan pacíficamente que parece que todo está en pausa y sólo se sentó conmigo. No me preguntó nada, no me juzgo, no me rechazó. Solo se sentó conmigo. Sentí paz, amor y una presencia interna que se hizo más evidente en ese escenario. No me sentía bien pero de alguna manera que no comprendo me sentí sostenida. No sostenida por mi amiga solamente, sostenida por el espacio, por el momento, por la vida, por la historia. No sé explicarlo. Creo que si fuera católica, diría que en ese momento sentí la presencia de Dios en todo y en lo ocurrido. Lo que siguió fue la estación de policía, la actitud de la familia de él pensando que yo lo había matado y omitiendo lo que él vivió. No es sencillo mirarse y asumir y sé que ya estoy viviendo una etapa diferente con algunos de ellos, lo cual me alegra especialmente por mis hijos. Pero pese a sus dedos que señalaban, yo estaba tan protegida y sostenida por mi familia y mis mejores amigas que llegaron y no me soltaron en ningún momento, que me deje llevar. Porque confieso que si bien en mi vida he pasado cosas desgarradoras, mi hermano, mi mamá tía, mis hijos y mis amigas han sido ángeles por medio de los cuales Dios se manifiesta de una forma tan hermosa que quedo sin palabras de su perfección.
Estaba confundida, más triste de lo que permiten las palabras expresar, tenía mucho miedo y solo pensaba en que quería estar con mis hijos, abrazarlos y sostenerlos. Ellos me necesitaban y yo los necesitaba a ellos. Uno entra como en un limbo en el que casi todo pierde sentido. No quería hablar con nadie. No sabía dónde estaba. No sabía que debía hacer y sin embargo me fui encargando. Creo que lo más difícil fue ir a contarles a mis hijos y hacerme la valiente cuando en realidad me sentía como gelatina, las piernas me temblaban, estaba fría, miraba pero no veía nada, oía pero no escuchaba y me sentía tan perdida… Recibí instrucciones de los psicólogos en el camino de regreso mientras alguien, que no recuerdo quien fue, manejó y me llevó a ver a mis niños. Traté de seguirlas al pie de la letra. Al día de hoy no se si lo hice bien, solo se que hice lo mejor que pude. A mi papá lo mataron cuando yo tenía 13 años y fue como vivir un flashback, así que quise hacerlo muy diferente de como me contaron a mi.
Me sentía en una película que se repite constantemente, con días en los que deseaba estar acompañando a mis hijos, abrazarlos y dejarlos llorar, permitirme llorar, pero hay que resolver los temas jurídicos, no solo la investigación del suicidio sino los sucesorales. En realidad uno no se encuentra en posición de encargarse de eso y comente errores. Baje 10 kilos. Me sentía débil. No comía nada, no dormía, solo lloraba en las noches. No fui capaz de vivir solo con mis hijos en nuestra casa casi por un año. Así que vivimos en casa de mi mamá con maletas por todos lados y mucho caos, pero así mismo amor. Nos teníamos a nosotros. La familia de él no ayudaba pensando que me iba a robar algo de la herencia de mis hijos. Hasta que finalmente, nos fuimos de viaje. Y eso nos permitió soltar. Ver otro panorama. Caminar por él para que trascendiera en paz mientras hacíamos el Camino de Santiago. Nos unió. Regresamos y yo seguía sin poder pisar la casa. Hasta que un buen día, cerca de la cuarentena, pude hacerlo y sentí que ya tenía fuerzas para volver a comenzar. Nos fuimos a la casa el fin de semana en que comenzó la cuarentena y nos quedamos allí en paz todo el tiempo que duró. Fue como un regalo. Naturaleza, paz, serenidad, amor, cero tapabocas, sol, animales, mis hijos y yo.
Recuerdo mucho la primera vez en que supe que había intentado suicidarse. Me contó que era niño aún y su mamá se dio cuenta y le hizo prometer que nunca más lo intentaría. Bueno, yo supe de una vez más y finalmente del momento en que murió. Recuerdo mucho las palabras de quien era mi terapeuta en esa época. Me dijo “Se requiere mucha valentía para quitarse la vida y mucha cobardía para no afrontarla”. No tengo idea si esto es cierto, o si es cierto para las personas que se sienten tan, tan, tan, tan, tristes que no ven otro camino diverso al que están eligiendo. Sólo sé que cuando estás en una relación en la que se supone que debes lidiar, responsabilizarte y cargar con las emociones y el pasado de tu pareja, vivir se torna imposible porque se trata de heridas que en su gran mayoría no puedes reparar porque no se generaron por tu causa. Sin embargo, allí estamos los dos, inmaduros y esperando que el otro nos salvará y nos llenará los vacíos que teníamos. Yo tampoco fui una perita en dulce. No me amaba, sufrí de depresión, no me caían bien sus amigos y él se alejó de ellos por mi, era insegura, dominante, desconfiada, mal geminada, y me cerré a él, en fin. Muy diferente de la mujer que conoció y que yo solía conocer. No puedo saber exactamente la forma en que él me vivió a mí, sólo sé que en nuestras idas a terapia de pareja, él también tenía muchas cosas que le dolían y se relacionaban directamente conmigo. Sé que deje de ser su pareja y me convertí solo en mamá. No siempre fue así, pero el paraíso, en nuestro caso, duró muy poco, lo que sucede es que nos unimos desde nuestras heridas y de alguna manera que aún no entiendo, permanecimos allí.
Llegamos a un límite como pareja y mi decisión definitiva fue el divorcio. Me estaba atreviendo a hacerlo luego de 19 años en los que debí tomar la decisión mucho antes. No voy a entrar en contar todo lo vivido, sólo diré que en mi casa ya no se escuchan gritos, no bebemos alcohol, no fumamos pero especialmente, hemos comenzado a sentir que las groserías, las amenazas y el trato violento, es cosa de otro tiempo. Hace poco me dijeron que no comprenden cómo una mujer inteligente había aguantado todo eso… Bueno, no creo que se trate sólo de inteligencia, hay otros factores que influyen. Miedo, inseguridad, codependencia, etc. Así que no juzgo a quienes aún no pueden salir de estas relaciones, en las que no solo es uno el que necesita tratamiento sino los dos. Y esto lo reitero. Son los dos quienes necesitan terapia, y si hay niños de por medio, todos los miembros de la familia.
Vivir con él y sus emociones, no fue sencillo. Para él, vivir con mis emociones no fue sencillo. La diferencia es que yo lo tomo. Ellas, las emociones se apoderaban del mando cuando él estaba borracho, cosa que sucedía con mayor frecuencia al final de sus días. Nuestra vida no era sencilla, no era tranquila, no era pacífica… Nuestro matrimonio no fue perfecto. Duro lo que duro y debió acabarse antes pero se acabó cuando se terminó. Sin embargo, nunca fue tan violenta como lo que él vivió de niño. Esto me ayudó a entender su decisión y así mismo, me ayudó a entenderme a mí y a mis hijos. Especialmente, el mayor y yo, hemos sentido culpa. Bendita culpa que no deja dormir, hasta que un buen día, en la noche mientras mi hijo menor y yo dormíamos, desperté porque se activó mi sistema de defensa y comencé a temblar sin explicación porque escuché pasos por las escaleras que recordaron el miedo que solía sentir cada vez que mi ex tomaba y llegaba a la casa…, sentí una liberación porque quien abrió la puerta del apartamento fue mi hijo mayor y no él. Desde ese día, agradecí que ya no estamos viviendo lo que vivimos en algún momento de nuestras vidas y agradecí su muerte que nos dio vida.
Recuerdo que en algún instante creía que mis hijos debían conocer su historia para comprender la decisión que su padre había tomado y saber que nada tenía que ver con ellos. No sé si llegue ese día. Sé que entre tantos profesionales que he consultado, hay una respuesta en común y es que respete el proceso de cada uno, y permita que haciéndolo, ellos siguen sanando la herida que quedó en sus corazones por las vivencias en familia y la muerte de su padre. De tal forma que la decisión está en confiar que sí ellos necesitan conocerlo, preguntarán. Por ahora, sigo recurriendo a usar la respuesta que me dio una psicóloga que consulté el día en que mi ex se suicidó. “Diles que su papá estaba muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy triste”. Era muy, muy, muy importante hacer énfasis en la cantidad de muys que debía decir, porque de lo contrario podrían pensar que si yo estaba muy triste por algo más, iba a tomar la misma decisión de su papá. No obstante, no todo o tal vez nada, puedo controlar, y el miedo más grande de mi hijo menor, que ahora tiene 11 años, es que yo muera. Es inevitable sentarnos con la muerte a diario, olerla y dejarse, al principio intimidar y ahora seducir por su sabiduría.
Desde muy pequeña, la muerta ha tocado mi puerta y se ha llevado a personas que han dejado un hoyo por el que he sufrido. Sin embargo, en la confianza que le he tomado, sé que cada vez que alguien deja de estar, bien porque su cuerpo está 3 metros bajo tierra o porque se encuentra a kilómetros de distancia, es porque así debe ser. No es que duela menos, pero sí sé que da paz. Y es curioso que diga que con mi nueva bestie siento paz pues durante muchos años fue mi peor enemiga. Pero la muerte es confiable, llega a su debido tiempo y solo se lleva lo que ya huele a formol. Nada más y nada menos. Tal vez, me es más difícil lidiar con las demandas de una sociedad exigente de perfección en cada aspecto que se sale del molde, por supuesto, incluyéndome, pese a que amo ser diferente. Me encanta ser la bola morada entre tantas amarillas. Ya pasó esa edad en la que los ojos vigilantes y los dedos que señalan hacen daño, pero debo confesar que cuando se trata de mis hijos… las cosas cambiaron y dejó la neutralidad bien guardada bajo llave en la caja fuerte.
Creo que las únicas personas de toda la familia que dijeron abiertamente que él se había suicidado fuimos mi hijo menor y yo. Sigue habiendo ese tabú social resultante de años de inculcar como diabólica una forma de morir que podría ser más amorosa, compasiva y cálida. Han pasado 5 años desde su muerte y sigo encontrando historias similares y eso me parece un sinsentido. Sin embargo, entiendo que la sociedad rechaza todo aquello que no comprende y que viene a abrir espacios de mayor inclusión. No por ello, deje de sentir una tristeza profunda y una rabia de dragón cuando me enteré de lo que vivieron mis hijos al poco tiempo que su padre se suicidara y que duró unos años después.
Para mi estaba muy claro que quería ser abierta con el tema. No le veo nada para ocultar sino más bien para tratar como núcleo familiar y como sociedad. Creo que es mejor una sociedad que acoge que una que amputa. Aún así había tomado la decisión de esperar hasta que mi hijo mayor decidiera que quería contar abiertamente lo sucedido, pero como una cosa es lo que uno planea y otra lo que sucede, pues resulta que el director de grupo decidió contarle a todo el colegio sin preguntar si mi hijo estaba preparado para ello. Fue tan agresivo lo sucedido que siento que en él aún hay una parte de su corazón que se siente muy herida por lo sucedido. Y como él fue quien decidió que a falta de padre debía crecer, no me contó sino hasta que se graduó, que algunos de los compañeros del colegio le decían algo así como que siendo él como era (mi hijo mayor), entendían porque su papá se había suicidado. Y yo no estuve allí para abrazarlo. No lo sostuve. Ni me enteré. Estaba en una nube viendo como la vida de los demás pasaba y de una u otra forma, la mía se había detenido en un dolor y circunstancias que no sabía cómo manejar. Lo que le pasó a él, sigue doliéndome. Pasó de ser un hombrecito muy delgado pero muy musculoso porque siempre fue deportista, a dejar de crecer en altura y ganar masa muscular y una forma más cuadrada tanto en el cuerpo como en la cara. Ha ido cambiando y nuestra relación pasó el momento más difícil que hemos vivido unos años más adelante. Aún seguimos trabajando en ello. No sólo cambió él, he cambiado yo, y creo que aún ahora sigo en un encontrarme que no estoy muy segura a dónde me llevará.
Es un ser tan hermoso!!! Lo amo así no haya logrado mezclar los ingredientes de una mamá más parecida a la que él tuvo cuando era niño. Lo que sí sé es que vamos a encontrarnos y que estamos como estamos ahora. Puede que no con la mamá que él sueña con un hogar ordenadisimo, pero sí en un espacio libre de mucho de lo otro que se vivía puertas para adentro.
Pasar por esto, no solo tumba todo lo existente sino que el proceso de reconstrucción es lento y en el proceso sigues viviendo miles de cosas que también hay que enfrentar. Así que seguimos edificando, ya no como antes, ahora ya no nos acordamos de él (mi ex) a diario ni sentimos ese hueco en el pecho ahogador. Sin embargo, puedo decir que es solo hasta hace poco que siento que la vida se va enderezando. Primero me sentí absolutamente incapaz y desvalida hasta que un buen día sentí que si iba a lograr salir adelante y sacar a mis hijos adelante. Luego la tristeza se fue desvaneciendo y dejé de extrañarlo. Y como les conté algún día se fue la culpa y la reemplazó un sentimiento de confianza y libertad.
Y ya para ir cerrando, no porque no haya mucha tela que cortar sino porque no se trata de un libro, me parece que un dolor muy grande lo perpetúa la sociedad cada vez que señala y sigue nutriendo el miedo y el rechazo en lugar del amor y la compasión. No sólo le pasó a mi hijo mayor algo en el colegio sino también al menor que tenía 6 años y no había vivido la muerte de una persona cercana, así que para él, el suicidio no tenía la relevancia que le damos sino que era una forma más de morir, y hasta ese momento, la única que conocía. Cuando volvió al colegio, en su ingenuidad e inocencia, contó lo que había pasado como yo se lo dije a él, recomendado por los psicólogos que consulté, quienes me sugirieron hablar de frente y con el lenguaje apropiado para cada edad. El dijo que su papá se había tomado algo y que había muerto. Me parece que omitió los muys triste que les conté arriba pero pudo decirlos y no quedar en lo que recordaron los niños, sin embargo algunos de los papas les dijeron a sus hijos que dejaran de jugar con mi hijo y en los niños comenzó a existir un miedo a que el suicidio fuera contagioso. Otros lo acogieron, otros me apoyaron agendando citas para su carta astral, haciéndome publicidad, pasando tiempo con nosotros, en fin… Éramos una familia que en lugar de rechazo necesitábamos amor. Y si lo recibimos.
Esta linda sociedad en la que andamos, da unos golpes sorpresivos. Unos con un amor tal que no sabes que has hecho para merecerlo, otros que sacan lágrimas y fortalecen el espíritu.
Lo cierto es que, afortunadamente, fueron casos aislados y lo que más sentimos fue la protección de mi familia, del colegio y de los amigos cercanos. Sin embargo, se los dejo, porque he escuchado historias tan similares, que me parece que deja un sinsabor que sigamos repitiendo este tipo de situaciones en un mundo que se reinicia todos los días con un nuevo amanecer. Aclaro, no solo lo hace el mundo sino nosotros también.
Les comparto la banda sonora de mi historia, esta fue la última canción que me dedico.
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